Aquel
tramo de autopista había aguantado ya un buen rato en silencio esa tarde gris
cuando el sonido de un motor lo volvió a interrumpir. Se trataba de una moto
burdeos y negra, de 125 cilindradas. La maleta vibraba a causa del viento y la
velocidad. El conductor vio un cartel que indicaba la dirección que debía tomar
para ir a uno de los pueblos a los que se dirigía, y unos cien metros más tarde
tomó una carretera que salía de la autovía hacia la derecha. Pasados unos diez
minutos de la bifurcación, en la curva de una carretera, la moto pasó por
encima de un bache y Miguel escuchó cómo se le abría la maleta, donde llevaba
la saca con todas las cartas. Mientras frenaba observó por el retrovisor que
uno de los sobres escapaba de ella y se alejaba girando borracho por el aire.
Giró la cabeza justo para ver dónde caía.
Bajó
de la moto y se acercó a la parte cóncava de la curva sin molestarse en
quitarse el casco. Encontró el sobre fuera del asfalto, en la tierra. Estaba al
lado de una llanta que no parecía llevar ahí mucho tiempo, a juzgar de cómo la
hierba se mantenía aplastada aún. Había tambien algunos cristales y pequeñas
piezas metálicas y de plástico por la zona. Recogió el sobre: Era un poco más
grande que los de las cartas normales, y estaba dirigido a un tal Joaquín
Pineda el cual, según la dirección, no vivía dentro del pueblo en sí, pero para
llegar a su casa había que entrar por el pueblo; era el único sobre del día que
exigía un pago a contrarrembolso. Miguel regresó a la moto con el sobre en la
mano. No entendía cómo demonios se había abierto la maleta de la moto y menos
aún cómo la carta se había escapado de la saca. Echó un último vistazo a la
curva para asegurarse de que no había ninguna carta más que no hubiera visto
caer por el retrovisor, pero al parecer ese sobre había sido el único. Menos
mal. Una vez subió en la moto decidió que primero entregaría la carta que se
había caído y, a la vuelta, entregaría las del pueblo.
Quince
minutos más tarde ya había atravesado el pueblo y la goma de las ruedas de su
moto se encontraban levantando un polvarín a su paso, ya que el camino por el
que iba era de una tierra rojiza, sin ningún asfalto. Al fin llegó a la
dirección. Dejó la moto aparcada en el camino de tierra, agarró el rebelde
sobre y, con el casco bajo la axila derecha, se acercó a la casa. Era de
madera, de dos pisos, aunque parecía bastante antigua. En el piso de arriba le
pareció vislumbar la silueta de un hombre a través de una de las ventanas, que
enseguida desapareció desplazándose hacia la derecha; probablemente el hombre
habría oído la moto y al verlo había ido a coger el dinero. La parcela era
bastante grande: Tenía un huerto con berza, lechuga y pimientos y un bancal
repleto de olivos. Llegó a la puerta y tocó a ella con los nudillos.
De
inmediato comenzó a oirse el ladrido de un perro. Parecía provenir del interior
de la casa, pero sonaba lejano. Miguel esperó pacientemente. Si el hombre no
había escuchado la puerta, al menos lo avisarían los ladridos del perro. No le
gustaba llamar a los timbres, por mucho que, durante toda la vida, la gente le
hubiera dicho una y otra vez “¿Pero por
qué no llamas al timbre?” cuando había tocado la puerta con insistencia.
Había muchas veces, claro, que tenía que acabar tocándolo. Al parecer ésa era
una de aquellas veces. Puso la mano
en el botón y apretó. De inmediato un sonido fuerte y agudo atravesó toda la
casa y los ladridos del perro se incrementaron. No eran unos ladridos de
amenaza; parecían ladridos de congoja. A Miguel no le costó imaginarse al perro
en algún lugar de la casa, mirando la puerta con los ojos abiertos de par en
par, las orejas echadas hacia atrás y el rabo entre las piernas, soltando un
agudo ladrido con cada paso que retrocedía. La verdad, no le inspiraba
demasiada lástima: Él había tenido un perro que hacía eso cada vez que compraba
una sandía y la ponía en el suelo de su cocina, o cada vez que veía una piedra
grande en mitad de un camino. Volvió a tocar el timbre y el perro parecía a
punto de enloquecer. Se lo imaginaba moviendo la cabeza a un lado y a otro en
cada ladrido, ya que no podía retroceder más porque su trasero había dado en la
pared. Joaquín Pineda no debía recibir muchas visitas, y si lo hacía, éstas
tocaban a la puerta, no al timbre. Pero ¿Por qué no bajaba a abrirle de una
maldita vez?
Pasó
en la puerta diez minutos hasta que se le agotó la paciencia. Se alejó un poco
para volver a mirar por la ventana donde creía haberlo visto. Lo único que vio
fue una cortina al margen de la ventana que se mecía suavemente. Tal vez era
eso lo que había visto y no había nadie en casa; al fin y al cabo no llevaba
las gafas y lo había visto desde donde había aparcado la moto. De todas formas
llamó a su oficina para que le facilitaran el teléfono de la casa o un móvil o
que lo llamaran directamente ellos. No podía dejarle la carta en el buzón, ya
que se trataba de un contrarrembolso. En la oficina le informaron de que la
casa en cuestión no tenía número fijo, y no constaba en ningún lado un teléfono
móvil del dueño. Le dijeron que fuera al pueblo y le dijera a alguien que
habían ido a entregarle el sobre, pero que como no estaba tendría que ir a
recogerlo a la oficina. Menos mal que había ido allí primero. Entonces se alejó
de la casa con el sobre entre las manos y, a pesar de llevar los guantes y el
chaquetón bien abrochado, sintió un leve escalofrío en la espalda antes de
subirse a la moto.
Una
vez en el pueblo, abrió la saca y echó un vistazo a las direcciones: Decidió
que la primera carta que entregaría sería la dirigida a un bar local, y de paso
preguntaría por Joaquín. Nada más entrar lo recibió una ráfaga de aire caliente
con aroma a café y chocolate que lo obligó a quitarse rápidamente el chaquetón;
había un camarero detrás de la barra que se encontraba mirando un partido de
fútbol en la televisión que había en la esquina, una pareja en una mesa, cerca
de una diana, y un hombre de unos cincuenta años sentado en la barra, absorto
en el ondulante vapor, gris como el cielo, que producía su café. Miguel se
acercó a la barra y se sentó a un taburete de distancia del hombre del café.
Cuando el camarero lo vio dejó de mirar la televisión y se volvió hacia él.
-¿Qué
le pongo?- Le preguntó con voz grave, pero amable.
-Un
cortado, por favor. ¿Es usted el dueño del local?
-Sí,
soy el dueño y el currante. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque
llevo una carta dirigida a éste, si es tan amable…-Le dijo Miguel mientras
abría la saca y cogía la carta.
-Ah,
sí, gracias. ¿Tiene alguna carta más dirigida a Antonio Alarcón o a María
Fuentes, para que no tenga que pasar por mi casa?- Le preguntó. Miguel buscó
entonces en su saca y al término de unos segundos le confirmó que no. El
camarero se dio la vuelta para preparar el cortado y Miguel le dijo entonces:
-Oiga,
¿Por casualidad no sabrá dónde está un tal Joaquín Pineda, que vive en la casa
de madera que hay a la salida del pueblo?- No tuvo más respuesta que los
sonidos mecánicos de la cafetera-. Resulta que hizo un pedido a contrarrembolso
pero no está en su casa y tampoco tiene teléfono. Si lo conoce, dígale que he
venido ya y que si quiere el sobre tiene que ir a recogerlo a nuestra oficina,
pero si sabe que va a volver en una hora o así me esperaré y volveré a pasar
por su casa-. El camarero seguía de espaldas a él y creyó que era éste quien le
hablaba, pero el sonido vino de su derecha:
-Joaquín
Pineda no va a volver en una hora-. Había sido el hombre de cincuenta años, que
le había hablado sin levantar la vista de su taza de café. Miguel se quedó
mirándolo unos segundos y preguntó:
-¿Por
qué?-. El hombre siguió mirando su café y no le respondió. Ni siquiera movió la
cabeza ni parpadeó. Miguel se preguntaba si el hombre podía sentir cómo lo
miraba y si no se sentiría violento por no responderle. Entonces el camarero se
dio la vuelta, puso el cortado en la barra y, soltando antes un suspiro, dijo:
-Porque
Joaquín Pineda está muerto.
El
silencio se habría apoderado del bar entero si no fuera porque un
centrocampista acababa de cometer una falta. La pareja que había al lado de la
diana parecía haberse quedado en silencio también y entonces Miguel volvió a
sentir ese escalofrío por la nuca.
-Vaya
–dijo con voz ronca-, lo siento.
-La
última vez que yo lo vi –comenzó a explicarle Antonio- fue haría unas tres
semanas, cuando entró aquí para cenar una cerveza y unos boquerones (aún me
acuerdo) y me pidió usar el teléfono para hacer una llamada. Como el teléfono
está ahí –dijo señalándolo con el dedo: estaba en un costado de la barra- yo
escuché que hacía un pedido dando su dirección y mirando algo apuntado en un
papel. Supongo que será lo que le has traído…
-Sí,
supongo…
Miguel
escuchó un prolongado sorbido a su derecha. Cuando cesó, el hombre de cincuenta
años habló de nuevo.
-Era
un buen amigo. Un buen amigo mío. Era de aquí de toda la vida, como yo. ¿Sabes
cuando fue la última vez que yo lo vi? Fue hace…
-Juan,
déjelo…- intentó interrumpirlo Antonio.
-…fue
hace dos días, diez minutos antes de que muriera, por lo visto. Me saludó desde
la ventanilla de su furgoneta antes de salir del pueblo, me sonrió… me parece
que aún lo esté viendo, su mano, su sonrisa a través del cristal… Y yo lo
saludé a él, claro. No recuerdo si yo le sonreí o no, ¿Qué más da? Me dijo a
voces que iba a la almazara porque ya había recogido todas las aceitunas de sus
olivos. Llevaba el perro sentado en el asiento derecho, quería al chucho como
si fuera una persona… Ese pobre chucho iba con él a todas partes.
Entonces
Juan volvió a levantar la taza para beber. Antonio, aunque tenía el semblante
triste, un atisbo de su expresión daba a entender que ya había escuchado a Juan
contar la historia varias veces, y estaba preocupado. Miguel no sabía qué
decir, estaba petrificado. Cuando hubo terminado de beber, Juan siguió:
-Fue
aquí al lado, en la carretera que va del pueblo a la autovía. Yo me enteré a la
mañana siguiente. La furgoneta volcó en una curva y se salió del asfalto. Al
parecer Joaquín murió en el acto.
A
Miguel se le había formado un vacío terrible en el estómago y se apoderó de él
una angustia que lo impidió acabarse el café. No quería seguir escuchando
aquello. Alegando que se había hecho tarde y aún tenía que repartir el resto de
cartas soltó un billete de cinco euros, dijo al camarero que se quedase con la
vuelta y salió apresuradamente del bar. Una vez fuera se detuvo y, antes de
volver a ponerse el chaquetón, abrió la puerta y, sujetándola sin llegar a
entrar, preguntó, no sabía si a Antonio o a Juan:
-Sólo…
sólo una última cosa. Saben… ¿Sáben qué fue del perro de Joaquín?
-Lo
encontraron con él dentro de la furgoneta –dijo Antonio-. Los perros son fieles
hasta en la hora de la muerte. ¿Por qué lo pregunta?
-Por
nada.
Y
Miguel salió del bar, poniéndose el casco y abrochándose deprisa el chaquetón
para que se le pasara el terrible escalofrío.
Cuando
hubo terminado de repartir todas las cartas ya era casi de noche. Sólo le
quedaba el sobre de Joaquín, que no sabía qué hacer con él. Se lo llevaría y lo
dejaría en la oficina, ¿Qué otra cosa iba a hacer? Montó en su moto y,
encendiendo los faros, salió del pueblo, con muchas ganas de llegar a casa.
Podría haber cenado en el bar antes de salir, pero quería alejarse de allí
cuanto antes.
No
había coches en la carretera. Ya lo único que veía era el asfalto que alcanzaba
a iluminar la línea de luz de los faros de la moto. Normalmente, a Miguel le
gustaba conducir así. Cuanto más solo en carretera, mejor. Pero aquella noche
no agradecía la soledad. De todas formas, cuando estaba llegando a una curva de
la carretera antes de salir a la autopista, la luz de los faros le indicó que
no estaba realmente solo. Una forma oscura se movió en mitad de la carretera y
se dirigió con rapidez apartándose de la trayectoria de la moto hacia la parte
cóncava de la curva, y Miguel no pudo evitar soltar un grito. Antes de
sobrepasar la curva observó que se trataba de un perro, no sabía si gris, negro
o marrón a causa de la oscuridad, de tamaño medio, que salía del asfalto en
completo silencio, y lo último que vio antes de volver a mirar al frente fue
cómo la luz trasera de la moto hacía que sus ojos tomasen un resplandor rojizo
mientras miraban los suyos, y cómo apoyaba la pata delantera sobre una llanta
metálica. Miguel aceleró entonces, y no miró la aguja de la velocidad porque
sabía perfectamente que sobrepasaba el límite de la carretera (y quizás de la
autopista).
Cuando
llegó a la ciudad no se dirigió a la oficina para dejar el sobre, sino que fue
directamente a su casa. Encerró la moto en el garaje, subió a su piso con el
chaquetón puesto aún y el sobre entre las manos, entró y echó los dos pestillos
de la puerta con manos temblorosas. Luego buscó rápidamente el interruptor del
pasillo y lo activó, librándose así de la oscuridad. Y entonces se sintió
estúpido. ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué no dejaba de sentir ese escalofrío? Es
curioso cómo un conjunto de coincidencias pueden llegar a atemorizar tanto a un
hombre. Todo aquello carecía de sentido alguno. No se conocía ninguna causa
para tener miedo. Y por eso, precisamente, era por lo que Miguel tenía tanto:
Por que el miedo se le tiene a aquello que desconocemos.
Intentó
apartarse estos pensamientos de la mente haciendo lo que solía hacer siempre
que llegaba a su casa y la programación de la televisión era una basura (es
decir, casi siempre): encendiendo la radio. Estuvo un rato dándole vueltas al
dial hasta que encontró una emisora de música, y la dejó. Empezó entonces a
pasearse por el salón escuchando la música, con las manos tras la espalda (y
con todas las luces de la casa encendidas). Intentaba concentrarse en la
canción, pero no podía: El sobre de Joaquín Pineda estaba en su mesa, y atraía
su mirada como si fuera un oasis en mitad de un desierto. No pudo aguantar más.
Se acercó y lo abrió con cuidado para no romper el sobre (como hacían algunos
de sus compañeros cuando el relieve de un sobre parecía indicar que contenía
billetes). En su interior había algo de cartón. Lo sacó con suavidad y vio lo
que era en realidad: Un single de
vinilo de Charlie Parker: “Lover man”. Tal vez el pobre hombre
fuera aficionado a la música. Seguramente tendría en su casa una colección de
vinilos de jazz. Entonces la canción
que estaba sonando mientras Miguel sostenía el vinilo comenzó a entrecortarse y
a fallar. Miguel se acercó a la radio y empezó a mover la antena a un lado y a
otro, pero la señal no volvía. Comenzó a girar el dial, pero todas las
frecuencias seguían sonando como debía sonar una indigestión de R2-D2.
Entonces,
cuando desenchufó la radio y dejó de escucharse la señal dañada, oyó que había
algo más sonando en la noche.
Ladridos.
Unos
ladridos que venían de la calle; se escuchaban atenuados por el cristal de la
ventana y la lejanía, pero se escuchaban con claridad. La frecuencia del
ladrido parecía aleatoria, pero eran de nuevo unos ladridos temerosos,
nerviosos. Miguel se quedó paralizado mirando la ventana, esperando a que los
ladridos cesasen. Pero no lo hacían. Había algo
que lo mantenía inmóvil. Algo que le impedía mover la cabeza en cualquier
dirección; no se sentía capaz de mirar atrás. Sabía que si miraba lo único que
encontraría sería la mesa donde antes estaba el sobre, el pasillo con las luces
encendidas, un par de cuadros con nudos marineros… pero no podía mirar. Y
tampoco se veía capaz de ir hacia la ventana. Estaba seguro que sólo bastaba
eso para quitarse el miedo: Acercarse, mirar por la ventana y ver que sólo era
un perro callejero que estaba ladrando como cualquier otra noche, o uno sujeto
por la correa de un amo que lo paseaba y se había detenido a hablar con
alguien, o quién sabe si una mierda de yorkshire
con exceso de testosterona. Pero no, no podía hacerlo. Y tampoco podía cerrar
los ojos, porque si lo hacía se vería asomado a la ventana, mirando hacia abajo
y descubriendo un perro solitario sentado en mitad de la calle, mirándolo a él
y sólo a él con ojos rojos y ladrándole con las orejas hacia atrás.
Oh,
cómo habría agradecido en aquel instante una buena bofetada.
Cogió
el mando de la televisión y la encendió, con el fin de dejar de escuchar los
ladridos. Pero no había señal en ninguna cadena. Tal vez se debería al viento,
pensaba Miguel. No había razón para sacar las cosas de quicio. Pero los
ladridos seguían sonando, y cada vez eran más agudos y frenéticos. Miguel tenía
la certeza de que no tardaría en volverse loco. Aquel picor, que antes sólo le
recorría la espalda y la nuca, se propagaba ya por todo su cuerpo. Ladridos. Necesitaba
hacerlos callar. Se le ocurrió, por ejemplo, agarrar su jarrón y lanzarlo con
fuerza para que rompiera la ventana, sin acercarse demasiado a ella, a ver si
eso asustaba al perro y dejaba de ladrar. No, mejor no. También se le ocurrió
alejarse del salón por el pasillo, pero esa idea quedó descartada también
cuando le echó un vistazo y comprobó que se desviaba hacia la izquierda, donde,
aun habiendo luz, Miguel no podía comprobar desde aquella posición qué había a la vuelta de la esquina.
Entonces vio el vinilo. Y se acordó del viejo tocadiscos de su padre, que
guardaba en el mueble donde se apoyaba la televisión. Lo sacó corriendo, agarró
a Charlie Parker y lo puso a
funcionar.
Nada
más comenzar a girar el disco, cuando sonó el saxofón y el piano, dejaron de
escucharse los ladridos. Entonces una calma invadió de repente a Miguel. Se
sentó en el sofá mientras la música seguía sonando, enterró el rostro en las
manos y, tras dos o tres prolongados suspiros, comenzó a llorar. El saxofón
seguía aún sonando cuando Miguel se quedó dormido.
Cuando
despertó a la mañana siguiente le costó recordar lo que había pasado el día
anterior. Para colmo, cuando lo recordó tuvo la horrible sensación de no saber
si había sido un sueño o había sido real. Cuando vio el vinilo conectado tuvo
la certeza de que había sido real, pero habría preferido lo contrario. Mientras
desayunaba estuvo pensando lo que hacer. Se puso el single mientras se tomaba las tostadas, y cada vez que se acababa
la canción la volvía a poner. Aún no se sentía tranquilo del todo, y llegó a la
conclusión de que lo que debía hacer para que su conciencia estuviera tranquila
era pagar él el contrarrembolso a la oficina y devolver el disco a Joaquín. Pero
él no podría volver allí, no era capaz. Lo que hizo fue escribir la dirección
de Joaquín Pineda en otro sobre blanco, meter el single, ponerle un sello y
meterlo en un buzón de la calle antes de entrar en su oficina. Antes de entrar
en ella, un perro que no tenía collar pasó por su lado cuando aparcaba la moto
y le movió la cola. Miguel se quedó mirándolo nervioso unos segundos, pero
después se quitó el casco, lo acarició y se dirigió altaneramente hacia su
oficina, dispuesto a decir que había perdido el pedido y que él pagaría el
contrarrembolso.
Dos
semanas más tarde, lejos de allí, un hombre había aparcado su moto en mitad de
una carretera y se había salido del asfalto, aprovechando que no pasaba nadie.
Pisó un par de cristales, aunque no pareció darse cuenta. Llevaba colgada una
saca de cartas en el lado derecho del cuerpo que le colgaba del hombro
contrario como una mariconera. Se puso a sacar sobres y a palparlos con
cuidado. Al fin dio con uno que parecía estar abultado, contener algo más que
papel. Iba dirigido a un tal Joaquín Pineda; lo abrió con mucho cuidado, y
cuando introdujo los dedos dentro del sobre para sacar lo que tuviera dentro se
detuvo, porque habían empezado a escucharse unos ladridos. Miró a su alrededor,
pero no vio a ningún perro. ¿De dónde venían? Escuchó un motor. Tal vez el
perro fuera dentro de algún vehículo que iba despacio. En efecto, pronto
apareció por la curva, en la dirección contraria a la que iba él, una
furgoneta. Los ladridos parecían provenir de su interior, aunque él no veía el
perro. La furgoneta se paró en mitad de la curva, enfrente de él, ocultando la
moto. Le pareció ver que la conducía un hombre que llevaba una gorra que le
ocultaba los ojos. Se acercó: tal vez necesitara algo. Cuando comenzó a
caminar, los ladridos se silenciaron. Había otro sonido que parecía oírse a
través del cristal de la ventanilla: una canción. Parecía jazz. Cuando estuvo al lado de la ventanilla, detectó saxofón,
piano y bajo. Dio unos toques a la ventanilla mirando al hombre. Se fijó en que
llevaba la gorra bastante baja, no sabía cómo podía ver la carretera.
-¿Ocurre
algo, señor? – Le preguntó. Entonces la música dejó de sonar y un perro saltó
de repente desde el asiento de manera que, si no llega a estar la ventanilla,
su cabeza habría dado directamente con la barbilla del cartero. Comenzó a
ladrarle, manchando de saliva el cristal y apoyando las patas en él. El cartero
ya no veía al hombre, el perro se lo tapaba. Comenzó a darle la vuelta a la
furgoneta por delante y entonces lo miró de frente.
-¡Oiga,
señor! ¡¿Se encuentra bien?! –Gritó, para hacerse oír por encima de los
ladridos. Entonces, el conductor levantó por fin la cabeza y lo miró a los
ojos. El cartero no pudo evitar cerrar los suyos de repente, porque aquel
contacto visual le produjo una sensación muy extraña que jamás habría sabido
explicar si hubiera tenido ocasión de hacerlo, porque al cerrar los ojos no
advirtió el movimiento que delataba un pisotón en el acelerador. El cartero
sintió entonces el impacto de la furgoneta en su cuerpo y, mientras soltaba el
sobre abierto que contenía algo que había tomado por billetes, lo último que
escuchó fue un terrible crujido que parecía provenir de él mismo, mezclado con
un áspero ladrido.